jueves, 29 de noviembre de 2012

Un puente sobre el río.

Cruzar un puente. Un gesto tan sencillo, repetido día tras día. A veces paro, justo en el banco que está en la mitad, y miro como la corriente se mueve silenciosa, sólo roto su caminar por algún pato ocasional. Aquí estoy hoy, con mi mochila al hombro, mirando al infinito de la profundidad oscura del agua.

De noche es aún mejor. Las luces de la ciudad brillan como faros a ambos lados, dejando un camino de oscuridad que sigue el curso del río, lo suficientemente ancho como para que los reflejos de ambas orillas jamás se rocen. La vida se agita justo hasta la orilla, donde acaba para dar paso a la tranquilidad y el sosiego de un río dormido. Al fondo, la sombra de la Luna adorna con un broche su puerta de entrada natural en la ciudad, sembrada de árboles que hacen las veces de guardianes eternos.

Siento envidia del río. Envidio su vida repetida continuamente: su nacimiento en las salvajes montañas, su adolescencia a través de bosques siempre verdes, su madurez entre los campos y las ciudades, su lenta muerte a orillas del mar, uniéndose junto al resto de ríos como si fueran un sólo ente. Es un desarrollo pleno, sólo pendiente de sí mismo. Padre sin saberlo de tantos seres vivos que lo necesitan para sobrevivir. Con la capacidad de rebelarse si es oprimido. Con la suerte de decidir cuando embravecerse o cuando calmar sus aguas.

Pero debo seguir mi camino, no puedo detenerme más. Quién sabe cuando volveré a ver esta imagen que de tantas maneras hace de fondo en mis recuerdos. Aprieto el paso y me uno al grupo de rezagados que aún no escapó de la ciudad. Las bombas resuenan a nuestras espaldas, la lucha ha comenzado. Pronto la calma del río huirá para no volver en mucho tiempo.




Tayne. 

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