sábado, 1 de diciembre de 2012

Escondite.

Iba allí a olvidarse de todo.

Los días grises, los días malos, terminaba lo más rápido posible de sus tareas en casa y cogía su bicicleta. Se colocaba sus auriculares y ponía rumbo hacia los caminos que circunvalaban todo el pueblo, ya medio escondidos entre tanta carretera comarcal. Se sabía el camino de memoria desde que descubrió ese rincón hacía ya un año y medio. Desde entonces, siempre que lo necesitaba huía allí. A veces iba varios días seguidos, otras veces tardaba semanas en volver. Dependía de lo largo que fuera en ese caso el momento oscuro de su alma.

Aquel día de diciembre era uno de esos días en los que no podía más, rodeado de problemas que casi nadie quería entender. Su madre decía no le diera tanta importancia. Sus amigos hacían como que le escuchaban pero solo acompañaban la conversación con monosílabos sin sentido. Entonces descubrió ese lugar. En el momento en que entraba en aquel claro apartado del camino, con ese gran árbol justo en mitad, se sentía fuera de la deriva de su vida. Apagaba la música, soltaba sus cosas, y se sentaba a contemplar el cielo.

Cuando cerraba los ojos sólo escuchaba el sonido de los pájaros, el zumbar de los insectos, las conversaciones a susurros entre las hojas del enorme árbol. Y cuando los abría, el cielo cubría su mirada. Daba igual el color, si era el azul claro de un día soleado o el gris perla de las nubes de lluvia, no importaba. Se perdía en la profundidad de aquel infinito inalcanzable. Y se sentía mejor. Mucho mejor. Aquel era su lugar, su rincón, su escondite. Allí se daba cuenta de lo pequeño que era entre la inmensidad del mundo, pero a su vez, se sentía parte de algo maravilloso.

Pero aquel fue un día diferente. Fue el día en que todo cambió. Porque los árboles no hablaban. Pero aquel enorme árbol, en mitad de aquel claro perdido del mundo, le había llamado por su nombre.




Tayne.

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