sábado, 26 de enero de 2013

El caso.

Llegué al casino a las diez en punto de la noche. Cambié por fichas la mitad del adelanto que había cobrado, y me encaminé hacia la barra, devolviendo con una mueca las miradas extrañas que me dispensaban aquellos elegantes derrochadores de dinero. Yo también lo derrochaba demasiado rápido, pero ni mucho menos los lugares que yo frecuentaba últimamente eran tan elegantes. Lo prefería sin duda. Cuando te miraban con desprecio al menos sabías que era por una razón de verdad.

—Ponme lo de siempre. —Me senté enfrente del barman, un antiguo conocido venido a más no sé muy bien cómo. Habíamos compartido muchas noches en otras barras, cada uno en su lado.
—¿Qué haces tú aquí? ¿No sabes que las copas aquí cuestan el doble?
—Claro que sí idiota. Estoy aquí por trabajo.
—No me gustaban tus trabajos antes, dudo que lo hagan ahora. Espero que no me traigas más problemas de la cuenta.
—Siempre tan egocéntrico, no vas a cambiar nunca ¿eh? Tranquilo, la localizo y te dejo en paz.
—¿Una mujer? Has subido el caché.
—Ya busqué a otras mujeres antes, solo que aquellas cobraban.
—¿Quién te manda?
—No quieres más problemas de la cuenta, recuerda.
—Eres un cabrón.
—Y tú un estafador. Estoy esperando aún mi copa.

Cogió la botella del peor ron de la repisa y tras colocar un vaso lleno delante mía se alejó, simulando que tenía que traer más botellas del almacén. El otro camarero de la barra me miraba desde su extremo, con desconfianza desde luego. Tal vez unos vaqueros y una cazadora gastada como la mía no era lo que esperaba ver cuando levantaba los ojos. Una lástima. Hasta los camareros pueden ser pedantes en sitios como estos.

Probé la copa, demasiado poco cargada, y volviéndome en el banco, observé a los presentes. A la izquierda las ruletas giraban rodeadas de jóvenes de traje con maniquís agarradas del brazo, bastante escandalosos todos. El resto de local que podía ver desde allí estaba saturado de mesas de poker y de blackjack, con clientes mucho mayores y más silenciosos. De vez en cuando alguno se levantaba y con paso lento se dirigía a la puerta, con los bolsillos vacíos de ganas de seguir perdiendo.

Había pocas mujeres allí, pero ninguna como la que buscaba. Rubia platino le habían dicho. Alta, rondando la treintena, desenvuelta. Y con un collar robado, por supuesto. Para eso lo habían buscado a él. Era experto en encontrar ladrones que tocaban las narices a otros ladrones.

—No esperaba verte aquí. —Aquella maldita voz me sonaba demasiado bien. Tanto, que preferiría no haber vuelto a escucharla en mi vida—. Has subido el caché.
—Es la segunda vez que me lo dicen esta noche. Y es la segunda vez que no me gusta. —Allí estaba ella, mirándome divertida, igual que se mira a una oveja en mitad de una ciudad.
—Sigues tan simpático como siempre —dijo tras apoyarse en la barra justo a mi lado. Comprobé que ya no me gustaba tanto como antes su cercanía.
—Por supuesto, las viejas costumbres ya no se pierden.
—¿Perdiendo dinero como todos?
—Yo no gasto el dinero cuando sé que luego me arrepentiré.
—¿Nunca te arrepientes de tus borracheras y tus amiguitas?
—Nunca me acuerdo de unas ni de otras. Así no puedo arrepentirme. —La mirada de desprecio que me dedicó fue lo mejor de toda la noche hasta ese momento.
—Entonces a quien buscas.
—¿Yo? —La noté algo impaciente así que me tomé mi tiempo para contestar. Di otro trago, y tras echar una ojeada más al local, contesté. —A nadie. Solo he venido ha saludar a nuestro querido camarero —respondí mientras señalaba al barman que acaba de volver del almacén, y que me miró con cara de pocos amigos.
—Hola señorita, un placer seguir viéndola por aquí.
—Lo mismo digo, pero no duraré mucho. Hoy solo vengo de visita. Espero que los dos paséis buena noche disfrutando de vuestra mutua compañía.

Tras despedirse, avanzó hacia la puerta lateral que daba a la segunda planta del casino. Demasiado rápido para mi gusto. De lo que yo recordaba de ella, uno de sus placeres era caminar lentamente esperando que todas las miradas masculinas se fueran fijando en ella irremediablemente. Sin duda, se seguía mereciendo aquellas miradas a sus casi treinta años. No había cambiado apenas en los casi tres años que llevaba sin verla.

—¿La conoces acaso? —La pregunta del barman me sacó de mis pensamientos.
—Sí, por desgracia. Alguna vez nos cruzamos.
—¿En serio?
—Antes ella no era mucho más que tú y que yo. O por lo menos que yo, ahora tú has caído mucho más bajo.
—Déjame en paz.
—¿Es habitual aquí?
—¿Ahora si quieres respuestas?
—Eso o pagas tú mi copa. —Otra mala mirada. Esa noche iba para record.
—Ahora sí, pero desde hace poco. Es la nueva novia del dueño del local.
—El dinero siempre la atrajo. Y que mejor que un casino. ¿Ya le ha sacado mucho al agraciado?
—Pues no lo sé, pero nunca repite vestuario, ni escatima en gastos en el local. A cuenta del jefe, claro. Lo último, ha sido ese vestido y el tinte de pelo. Se comenta entre los empleados que el peluquero vino desde Milán.
—¿Perdona? ¿Tinte?
—Sí claro, tú lo sabrás si la conoces de antes.
—No sé de que hablas, siempre fue pelirroja.
—¿Sí? Pues cuando llegó aquí no lo era.
—¿Entonces?
—Págame, no me fío de ti.
—Al menos no te has vuelto un idiota por trabajar aquí. —Saqué las monedas de mi bolsillo tras buscarlas entre las fichas. Había esperado gastarlas mientras observaba a mi presa, pero estaba empezando a sospechar que todo se iba a complicar. De una forma que no me gustaba nada. —Ahora contesta.
—Lleva solo tres días con ese color. Antes era rubia. Rubia platino.

Volví a dirigir la mirada hacia la puerta del segundo piso. Sí, definitivamente, se había complicado. En ese momento decidí que aquella era una buena noche como cualquier otra para gastar la mitad de lo cobrado. Por si acaso.




Tayne.

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