domingo, 4 de agosto de 2013

Una vuelta. Otra vuelta.

En cuanto las luces comienzan a encenderse por las dársenas del puerto, el farero toma el camino que lleva al final del malecón. Deja atrás su pequeña casa encalada, situada en la esquina de la calle mayor que baja hasta el puerto. Al fondo, recortando su silueta en el cielo de varios colores del final del día, el viejo faro vigila el horizonte.

Subiendo uno a uno los escalones recientemente restaurados, el farero recuerda las historias de su abuelo sobre aquel lugar. Inventadas o no, recordarlas es una buena práctica para su vieja mente, aburrida del ir y venir de la vida del pueblo marinero y de sus rutinas bañadas en agua salada. En las paredes circulares de las escaleras cuelgan los antiguos utensilios que siempre se usaron allí, ahora descartados por el empuje de las nuevas tecnologías. Es una suerte que aún le permitan a él encargarse de la revisión de la maquinaria del faro. Cada tarde, el viejo farero disfruta de esa pequeña labor.

Tras un rápido vistazo, pulsa el interruptor y se pone en marcha el mecanismo. La luz poco a poco va ganando brillo hasta que ilumina por completo la gris cúpula. Finalmente, el farero activa la palanca que hace girar esa pequeña estrella artificial. Oficialmente, la noche ha comenzado.

Una vuelta. Otra vuelta.

En el puerto, el rayo de luz repasa las caras de los marineros que vuelven de mar abierto. Con las cargas de las barcazas a medio llenar de pescado, sus pensamientos comienzan a irse lejos, recuperando la vida real que se pega a sus pies en cuanto pisan de nuevo tierra firme. Uno de ellos mira al infinito dejándose llevar por la melancolía, anhelando su país y su familia. Sus sombras bailan mientras se alejan de la mar que tanto aman.

Una vuelta. Otra vuelta.

Las ventanas de las casas brillan a intervalos, siguiendo la frecuencia que el faro les impone. Las casas de colores cercanas a la costa guardan en sus terrazas las historias de solteros, parejas o familias hasta el nuevo día. Con la noche sus lámparas se apagarán y sus cortinas se cerrarán. Pero aún alguien mantendrá su ventana abierta esperando que la anaranjada luz entre furtivamente en su habitación y vele sus sueños, contando vueltas del faro como si ovejitas fueran.

Una vuelta. Otra vuelta.

La luz ilumina al girar la pequeña playa cercana, bañada en las sombras que proyectan las rocas del fondo. En un rincón entre piedras que sobresalen en la arena, una pareja comienza a perderse entre miradas, deseosos de que la oscuridad envuelva su locura. Ya están lejos de cualquier distracción que quiera interferir en su pasión. Junto con el faro, la noche azabache salpicada de estrellas y el rumor de las olas que llegan a la orilla acompañan sus besos y sus palabras susurradas.

Una vuelta. Otra vuelta.

Mil vueltas más marcando el ritmo del tiempo que pasa junto al mar.




Tayne.


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